lunes, 10 de noviembre de 2014
Tus ojos son una palabra vana, tu cuerpo acuclillado en
duermevela.
Deja ya ese coraje a la intemperie quejumbroso. Déjate fluir
por los rabiosos canales de la reguera.
Déjate tumbar por mis manos gruesas y pesadas que con un
fresco recoveco de entendimiento se dejan ovillar por tus incertidumbres.
Déjate caer al suelo.
Dulce río de ardor enmelado, desbarata sus trozos jadeantes
al dispuesto hoyuelo de sus mejillas.
Trenza tus dedos encrespados en la silueta de la sombra
ebria, de la noche taciturna de figuras.
Es la noche en la que la vanidad ha venido a cobrarte el tiempo
malgastado, la vanidad que acechaba tu vida cuando eras vida, y no has tenido
suerte al llamarme a traerte al suelo a hincarme en tu figura hinchada.
No has objetado lo que te atañía desde antes y ahora
contemplas la suerte vertida por tu mirar. No has cambiado el sutil destello de
tus murmullos, ahora déjate llevar por mi abrazo de calma al río que te llama
anhelante.
No es la culpa esa lengua que manosea tu envergadura, no es
nada si no tus propios labios que exigen recogerse. Esos latidos de gotas de
vida que aún escuchas, son a tu espinazo el contorno de hiel de la penumbra.
Eres lo que fuiste en la vida, y hoy te conduces de los
brazos de una osamenta.
Te palpas la frente en busca de una cordura, una que ya has
olvidado, un renglón que se ha deshecho en el cauce de lo que antes eras.
Ahora déjate llevar por las venas, al laberinto. No ejerzas
más fuerza en tus miembros inyectados; aquel ventanal que a lo alto y ancho del
muro avanzaba los tenues destellos a tu contorno, marcará el punto exacto en
que aprendiste a dejarte llevar.
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