sábado, 25 de octubre de 2014
Pulverizó el teclado con sus blandas manos. Sus blandas
manos sin guantes.
Desprendían un olor nauseabundo a hule quemado. Sus blandas
manos, frágiles, elásticas, sin coyunturas ni bases. Se veían brincotear de
aquí para allá, chapoteando en una ciénaga de su propio tinte. Se les veía rebotar
y salir chiflando por la alacena. Se veía a sus ágiles dedos lacios y plegados
tamborilear al borde de la mesa. Se reían del pie machucado por la pata frisca,
o del temblor repentino de la garganta. Se contorneaban en espasmos de alegría,
al corroer el papel tapizado o al oír graznar con rabia a su amo mudo. Se fisgaban
las uñas, se rascaban justo en las yemas. Pero tras un fin de semana pesado y
un viaje amargo caminando por la rueda del coche, las blandas manos sin guantes
se sentían exhaustas.
Ni al ser cautivadas por el bailoteo de la abigarrada, dueña
de su deseo, fruto de sus únicas conquistas. Ni aún tras el sutil dedeo a la
erizada membrana o al desdibujado labio fruncido se sentían felices. Mermaban
los días o segundos, anhelaban los jueves pasados en los que la vida les había sido
más grata.
La mugre de los húmedos tiempos perdidos, degradaba las hondas
ojeras que las tenían nerviosas y alteradas. Se cogían los aceitosos codos, se frotaban
por las pieles de gallina. Dieron con un trémulo silencio al mínimo relieve de
sus contornos. Gratinaron sus poros de esencias y se vaciaron en un mar de llantos.
Ahora las blandas manos, agrestes y aturdidas; amalgamadas, se
vertieron cansadas y ásperas en los guantes blancos puestos junto a la mesilla
de noche. Ahora dormitan con los párpados ocultos, aún activas y riendo, aún
lustrosas.
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