domingo, 28 de septiembre de 2014

Ajeno el perro brusco los domingos,
Con una mísera hilvanada salival,
Su pelaje recubierto de fango adusto,
Su piel leprosa engrasada en tuberculosis,
El perro avorazado de huesos.

Su laxitud tanteable,
Despellejable,
Su rebuscado pelaje,
Su esgrima,
Lagañosa.
Recubierto de espuma,
En una lámina,
Su etrusco cuerpo.

Su pata caída,
Su paso cojeante,
Su ojo encerado,
Su ladrido de lobo:

Más allá atrás, desde el verde callejón a la alumbrada,
Un prisco y una bata morderían al perro,
El metal brilloso del bote lo cubriría,
Su pelaje moroso sería oscuro por la mugre.

Desde el vasto remiso,
El animal se haría de bronce,
Descomponiendo su carne,
Fosilizando su figura;
El tarugo y corriente se haría de dinero,
Y cualquier obeso-insatisfecho ávido de fama,
Lo adquiriría aún cuando le costase una pierna.

Ya con fama el mecanizado aturdido,
Resplandeciente de gloria y de lujos,
Ya con la pata enderezada y la pose corregida,
Ya con los huesos firmes y la mirada deshecha,
No podría si no añorar,
Haciendo trotar ésta en la lejanía,
Y su vientre desmontado pronto sería tendido,
Su carne carente, de prisa examinada,
Y su piel ficticia arrancada con un bisturí.
Aún robotizado el vagabundo:
Para siempre estaría perdido.

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