martes, 10 de febrero de 2015

Paseo mis dedos en la vereda de tu carne, hacia tu algaba de lodo envenenado.
Cubres mis rasguños de besos noctámbulos, como un charol de lluvia y chasquidos.
Tú alzas las yagas de tus gritos.
Yo alzo el silencio, los rugidos.
Mis jemes ondean en tu pedregal hundido, en tu abadejo que brota por la herida.
Tú cierras los labios de vida, cantas los coros de fuerza.
Mi piel se contrae en un flujo inyectado.
Se hieren de rojo tus besos, se muerden la rosaleda.
Yo me bebo tus dedeos, como un elixir de teclas. Tus uñas empadradas de mi boca, juguetean como los cuellos de los cisnes.
Es un gateo de raudales; rasguños verdinegros. Es un balanceo de los poros; ya erectos, ya empapados.
Es un blanqueo de tus retinas, un contorneo de tus salientes.
Mi cuerpo empujado se vierte en las aguas del mundo...
De pronto tu rostro se humea de vapor, como un bochorno desnucante.
Del todo en alianza nace un estornudo, como una erupción de chispazos...
Y en un mandato de destreza, se enjuagan nuestros pliegues, se curten tus fresas; tu voz hierve de nuevo en un choque, a soplos rechinan mis dientes, se rozan nuestros fondillos, se curan de viento mis latidos, se abren las fauces del cosmos, se parten en pares los gañidos.

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