martes, 15 de julio de 2014

Ciertas flores goteaban cera de vidrio, como árboles de espuma llevaban lirios envueltos, como si fueran viento pulido en aguaceros monstruosos, que caen en ollas regadas en los jardines, ahí bajo el árbol del olvido. Pastos crecientes, lunas menguantes, soles rugiendo apostados, fieras alegando demencia, gotones de crecimiento en madera, purificados y vidriosos, son de pera.
Otros ochocientos jardines se extendían triunfantes enfrente, las águilas escupiendo fuego, que acechaban a las gárgolas rudimentarias, ahí había otros castillos primitivos, abandonados a la suerte de lluvias ácidas y temperamentales insectos roñosos. Sobrevivía un bestial mocoso de cristal, un alegre niño, jamás estuvo vivo pero ahí yacía tendido en la arena de roca, antes piso de mármol. Como cuatrocientas verdades confusas bailaban rojizas dañando el área de viento, y un centenar de mugrosos tomates, antes mozalbetes humanos, consumían el hervidero de especies, antes de ser consumidos ellos mismos. Y en las flores que goteaban cansadas, un yerto plástico corría como cascada en reversa, escalando por el ambiente excitado, a un árbol de mangos muy elegante y presumido. Otros vacilantes extraños, concurrían a las fiestas de salvaje materia, llegaban maravillosamente, como ataviados de joyas de ámbar y cuarzo, como un gato de largas piernas y cara verdosa. Entonces gritaban, bebían, chapoteaban en las aguas del viento, saludando a extraños momentos, y muy ebrios, muy cansados y sedados por el caliente deseo, festejaban aún en sus yertas mentes de locos, soñando todos juntos con cascadas y orgías de dinero e insectos rana apostados en cutres montones de grava y material deshecho. Ahí el furioso y cansino embriague, los mataba, lentamente, y los condenaba a servirse en festines de roca, acompañados con vinos de tiempo y lentas zarzamoras amargas, por los malévolos visitantes que no bebían. Era la selva del momento, la más cotizada por entre los jardines robustos y por entre las fuentes de libros pequeños. Toda era una felicidad melancólica, una melcocha de sensaciones apacibles. Y cuando uno de los insectos sin cuerpo ni mente, recordara pensante en el corazón de una nube, el refugio constante y el anhelo, la felicidad, la abundancia, y el palpitar de los cielos, las ruinas y los jardines, no vendría a su inexistente cerebro, si no el recuerdo de una bella temporada y una dulce estadía. ¡Tenían que regar golosos las hebras de tierra con azúcar, para que germinara el abundante tumulto de cosas e imaginaciones febriles! Ya las lluvias que envidiosos miraban, y el vapor siempre fumando nervioso, se contentaban con existir tan siquiera en la imaginación de un poeta anhelante, en una utopía de verborrea y demás criaturas extrañas, siempre feliz, siempre fértil, suspirando, en un eterno sueño.


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