lunes, 14 de julio de 2014
Largo viento ululante que avanza semi-enfermo,
Su color blanquísimo como la nieve trémula y perdida,
Arroyando a su paso un centenar de cadáveres mohosos,
perdidos entre la selva ingrata, muertos de hambre por el pasar de los años, y
el viento, adolorido y cansado, dando maromas en sí mismo, invisible e inodoro,
cada vez más blancuzco y llorón,
Cerca de él varios carbones de lava, succionando su humedad
y su tinte, y mi cuerpo vagando perdido, sudoroso y quemado, que choca contra
el aire tonto y no lo frena.
Y el cantar tristísimo de las aves lastimosas, y el cierto
verdusco color de los árboles que los sostienen, ah, y el martillar errante de
una rama contra el suelo, y el calor mestizo de la lava seca a un costado, y el
cansado sentir de mí mismo y el que enfermo avanza,
Nos amontonamos perdidos en una cuenca vacía, ahí dormimos.
Tan amplia la cuenca y tan poderoso el dolor del que siente
haber naufragado.
Tan hambriento y tan malvado.
Cuatro gotas de agua caen al suelo.
Y el tormentón que se inclina, cada vez más a mi cuerpo, y
que avanza al gotear por mi piel maltratada, que yo me siento en gloria al pasarlo,
que la abundancia que había escapado de mi escuálida carne, no me sostenía ni a
manera lastimosa.
Es de noche, y han pasado tantas otras, yo veo la luna
preciosa y su fulgor de plata que avanza hacia mis pupilas. Yo me siento harto
y cansado, enajenado por la deliciosa apariencia, y el hueco drástico y
quemante que me sostenía, ni por asomo seguirá creciendo. Solo cierro los ojos,
llorando, y me siento avanzar por un túnel de hielo, que al crecer y moverse al
fondo hay una luz de aguda manera, y ahí me dirijo, dormido, satisfecho.
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